El presidente Andrés Manuel López Obrador siempre ha insistido que la mejor política externa es la interna, quizá una perogrullada, pero que en su caso se traduce a que la mejor política es no participar en la externa. Por esa razón nombró
a Marcelo Ebrard, el miembro más capaz de su equipo, en Relaciones Exteriores, con el objeto de no tener que distraer su atención en lo externo y dedicarse de cuerpo entero, de manera literal, a la implementación de la cuarta transformación.
En ella, el lugar de México en el mundo no importa mucho.
Por esta razón, y para justificar el no uso del avión presidencial, el presidente ha optado por no participar en cumbres ni reuniones regionales o bilaterales. Para un país del tamaño e importancia global como México, esto es inusual. Lo es también por el hecho de que las circunstancias mundiales se han prestado para un reposicionamiento positivo.
Por ejemplo, a principio de su mandato, el presidente desdeñó su participación en la reunión de G-20 en Japón, que era el mejor escenario para presentar un gobierno comprometido con la lucha contra la corrupción y con una gran legitimidad democrática para avanzar en los pendientes que se requieren para una alta competitividad y argumentar que México es la mejor economía del mundo para la diversificación del riesgo chino. Prefirió no hacerlo ya que no apreciaba cómo esa inserción era congruente con sus 30 proyectos prioritarios que definen su transformación. Ahora lo entiende mejor y lo asimila en su discurso sobre las oportunidades en América del Norte, pero no todavía en términos de la definición de la agenda, en particular por el choque que implica contar con un mercado, que no sector, de energía competido y competitivo
Artículo originalmente publicado en El Universal
Foto: El Universal